Relatos de la resistencia 2

Relatos en tiempos del coronavirus

Ana Rodríguez Patiño (Cuenca, 1970) es Doctora en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha publicado tres libros sobre la Guerra Civil en la ciudad de Cuenca (Del 18 de julio a la Columna Del Rosal, La revolución y la pugna ideológica, Guerra y represión en Cuenca, en 2003, 2004 y 2009).  Donde acaban los mapas fue su primera novela (2013, Editorial Palabras de Agua). En 2015 publica Todo mortal, editada por Playa de Ákaba y su poemario La ciudad que hay en mi. Publica su tercera novela en 2017, Las aventuras del joven Bécquer. Gustavo Adolfo y el misterio de los esqueletos andantes y la última en 2018, El mensajero sin nombre


Un capítulo de mi nueva novela, a presentar en Cuenca cuando el coronavirus lo permita.

Bahía de Nueva York, 1925.

El 6 de julio de 1925, Greta se despertó muy temprano, como acostumbraba desde niña. Solo que aquella mañana no fue una más.
Nada más incorporarse, corrió a la escotilla para mirar ese océano azul lleno de incógnitas. Después, se aseó y se mantuvo un tiempo pensando qué ropa se pondría en su día estelar. Desayunó sola y almorzó con Stiller, antes de retirarse de nuevo a su camarote.
—Descansa un poco —le dijo el sueco—. Hoy tienes que estar radiante.
Al mediodía, una perfilada mancha marrón le indicó que se aproximaba a Nueva York, mientras la Estatua de la Libertad parecía sonreírle a lo lejos, desde su pedestal de piedra. La sensación de vértigo asomó a la boca de su estómago. Allí la tenía, delante, la ciudad que había visto cientos de veces en las revistas de cine, y que decoraba el fondo de las sonrisas de sus actores y actrices favoritos.
La sirena del S.S. Drottningholm anunció a los cuatro vientos que atracaba en la bahía. Dentro comenzaron a escucharse los movimientos de los pasajeros, preparándose para el desembarco. Greta se miró por última vez en el espejo antes de salir. El recorte del puerto ya asomaba inmenso, al tiempo que decenas de personas se apiñaban en la baranda para observar las maniobras de anclaje. El calor y cierta humedad anegaban el ambiente. Lo primero que echó de menos fue el aire fresco de los veranos en Suecia. Parecía claro que la temperatura a la que habría de acostumbrarse era diametralmente distinta. En seguida apareció Stiller, elegantemente vestido y con un sombrero ligero entre las manos.
—Buenos días —dijo mientras la besaba.
—¡Oh, Mauritz, qué nerviosa estoy!
Parecía más niña que nunca. Él le apretó la mano, en un gesto que solía hacer a menudo para transmitirle confianza.
—Es nuestro momento, Greta. Tu momento. Dentro de unas semanas, esta ciudad se rendirá a tus pies.
Por de pronto, a sus pies solo se encontraba medio centenar de maletas, bolsos y paquetes de todos los tamaños, que los operarios del puerto se esforzaban en ordenar en grandes contenedores dispuestos para bajar a tierra. Greta observaba atenta, sin perder detalle de todo lo que sucedía a su alrededor. El muelle se hallaba en plena actividad, con gente aguardando a los pasajeros y trabajadores enredados en mil tareas.
Poco a poco, el incesante ajetreo se fue calmando. La tripulación fue la última en bajar, con el capitán saludando a un lado y a otro con un cordial movimiento de cabeza, mientras deseaba una feliz estancia en Norteamérica. Greta y Stiller se mantenían junto a la pasarela del barco, con el equipaje junto a ellos y sin saber muy bien qué hacer.
—¿Y ahora? —Greta miró con cara de interrogación al director. Experimentó de pronto una profunda soledad, como si se encontrara en la espesura de un bosque gigantesco.
Stiller no dijo nada, pero apenas podía disimular su contrariedad. Sacó un cigarrillo y lo encendió con furia contenida.
—No pongas cara de sorprendida. Dignidad. Acabas de llegar a América.
Greta se sintió decaída. Nunca hubiera esperado una recepción así. Creyó que aquello no era un buen presentimiento.
—Mauritz, ¿de verdad sabían que llegábamos hoy?
—Sonríe. Tú solo sonríe.
Continuaron esperando hasta que, más de treinta minutos después, escucharon la voz del primero de dos hombres que corrían hasta ellos, sin duda al darse cuenta de que llegaba tarde. El segundo, unos metros por detrás, portaba una cámara fotográfica. Al llegar a su altura, los saludó:
—¿Señor Stiller? ¡Bienvenidos a Nueva York! —Aún jadeante, extendió su mano, que el sueco terminó por estrechar.
—Pensé que se habían olvidado de nosotros…
—Oh, disculpe el retraso. El tráfico de esta ciudad es infernal. Ya se acostumbrarán.
Después, hizo un leve gesto de cabeza hacia Greta.
—Señorita Garbo, encantado de conocerla.
Greta le tendió la mano ligeramente; el hombre la cogió en un gesto enérgico e hizo el ademán de besarla.
—Mi nombre es Hubert Voight, encargado de Publicidad de la Metro Goldwyn Mayer. Mi compañero es el señor Sileo, quien le va a realizar algunas fotografías.
De inmediato, James Sileo preparó su cámara.
—¿Aquí mismo? —preguntó Stiller, no muy conforme, ya que hubiera preferido una sesión más cuidada en el salón de un lujoso hotel.
—¡Claro! Captaremos el instante mismo en el que han llegado a Nueva York.
—Pero si llevamos aquí casi una hora…
Voight simuló no haber escuchado el comentario. Después de todo, una de las características propias de su trabajo era obrar siempre con la máxima diplomacia. Stiller, sin embargo, no ocultaba su contrariedad por el calor, la espera y una recepción más fría de lo que había imaginado.
—¿Y el señor Mayer? ¿No va a venir?
Los dos norteamericanos se miraron entre sí. Era obvio que el director de los estudios cinematográficos más importantes del mundo no se iba a desplazar para recibir a dos perfectos desconocidos en su país.
—No, lo siento. El señor Louis Mayer es un hombre muy ocupado. Le ha sido imposible —terció el delegado del comité de bienvenida. —Y ahora…
Se realizaron fotos en distintas poses ante el costado del imponente navío: una, con los recién llegados sonriendo por su llegada, con el nombre del barco escrito en uno de los salvavidas de la barandilla; otra, Greta mirando a cámara; otra más, Greta en actitud seria… Cuatro fotos en total que fueron suficientes en aquel momento y que marcarían el comienzo meteórico de su carrera.

Garbo tenía solo diecinueve años y estaba a punto de cambiar la historia del cine.

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